domingo, 20 de julio de 2008

Remar mi propio río

- Remando durante días llegamos a… - otra vez el cuento del Danubio, no se cansa, y como siempre logra hacer de la Selva Negra alemana una amazona tropical. Las caras se fijan atentas y expectantes, los oídos escuchan y los ojos ven y viven todo lo que él vio, todo lo que él vivió, increíblemente fastidioso. Él no sabe que el Danubio es el segundo río más largo de Europa con sus 2888 kilómetros, cuyo poblamiento data de la prehistoria (palabra que aún no logro entender), él no lo sabe porque no le importa la geografía. Tampoco sabe de la importancia de este magnífico río, de cómo une gran parte de Europa siendo un referente estratégico y económico para todos los países danubios; tampoco sabe que hizo de límite natural para el Imperio Romano y que fue testigo y partícipe de las dos guerras mundiales, (y como nota agrego que tildar esas guerras de mundiales siempre me pareció infantil e inocente; el ser humano ha vivido en guerra desde su existencia, como si fuera una sola. Deberíamos hablar de una guerra, la gran guerra, la vida). Pero no importa, él no lo sabe porque no le importa la historia, o sí, pero sólo su historia. Sus palabras nos sumergen en su río, porque ya no es más el Danubio, es el suyo y su cauce abarca y penetra nuestra imaginación invadiendo nuestros sueños y afectando nuestra realidad. Sus descripciones son casi adictivas, tan amenas como intrigantes, mantienen al mortal en vilo, desesperado por saber qué pasará después. Al rato nos hallamos, sin advertirlo, en el fondo de su río, nos movemos sin gravedad flotando en esa agua que manifiesta su calidez, su poder. Su agua es tan embriagadora que podemos respirar en ella, queremos vivir en ella, sólo para apenas sentir su cuento. Al principio no nos damos cuenta y para cuando lo notamos ya estamos inmersos y no queremos romper la superficie de su agua porque es lo que nos mantiene alejados y separados de nuestras vidas terrenales. Atrae, hipnotiza, inspira e intriga. Odioso.

A mis treinta y cinco años no me puedo quejar de la vida que llevo, el universo se ha confabulado de tal manera que siempre me encontró airoso, haciendo lo que me gusta, gran suerte la mía. He publicado dos novelas y una antología de cuentos, cuentos que fui juntando gracias a un foro. Ahora no importa, ésa es otra historia. A pesar de haber logrado hacer de mi pasatiempo mi trabajo, siempre sentí que no era suficiente para él, que mi éxito no era exitoso, que mi renombre no era para él más que un nombre. Su espíritu aventurero no se impregnó en mí, él viajo con su cuerpo y yo lo hice con mi cabeza. Ya cuando yo era chico él lo entendió, me invitaba a sus travesías y yo, siempre con libro en mano, le decía “no, gracias.”. Él lo entendió y yo no.

Al terminar el cuento la gente, todavía extasiada, iba saliendo de la casa volviendo de a poco en sí, recuperando la personalidad que por un momento había perdido en ese río multicolor. Como de costumbre me serené con vino para así aguantar el cuento y mi mal humor pero ese día fue diferente, mi enojo (y celos) no tenían límites, me desconocía. La situación tenía que cambiar, era ya insostenible. No estaba en condiciones de conducir, estaba borracho. Enfilé para mi viejo cuarto, seguía siendo igual y por igual quiero decir que seguía siendo mío porque estaba casi vacío, con un escritorio improvisado y una cómoda solitaria, como para darle apenas un sabor a habitación. Me derrumbé en la cama con la ropa puesta y logré dormirme pero la bronca aún latía en mí, corría odio por mis venas y ese odio corroía mi buen juicio. No sé cuánto tiempo pasó pero todavía era de noche, me desperté como de una pesadilla pero no había soñado nada y en mi mano se posaba un cuchillo. Lo empuñé con todas mis fuerzas, sabía lo que tenía que hacer. No estaba apurado pero corrí igual, estaba decidido, me guiaba el destino. Sin siquiera pensarlo y con el envión de la corrida clavé ese puñal en el pecho de mi padre que dormía con tanta paz. Mamá dormía en otro cuarto. Él no gritó, abrió los ojos pero permanecía inmóvil, la sangre salía a borbotones, me daban arcadas, nunca me gustó la sangre pero tenía que aguantar, había que terminarlo, ya no había vuelta atrás. Saqué el arma de su pecho con dificultad, la hoja entra más fácil de lo que sale. Me impulsé y lo clavé otra vez. Él parecía sonreír, ¿estaba enterado de que moriría ese día? ¿No me daría ni el placer de hacerlo sufrir un poco? Clavé otra y otra vez, ¡esa maldita sonrisa! Pero no pude más, estaba lleno de sangre y culpa, pero extrañamente el odio y la bronca habían desaparecido. Corrí para el baño, me desvestí y acto seguido me enterré en mi cama y me cubrí con las sábanas, sólo quería dormir. Él estaba muerto seguro.

Esa mañana me desperté aterrorizado, abajo de las sábanas y en calzoncillos, ¿qué había hecho? Escuchaba a mi madre llorar desconsolada. Lo había matado en serio, había apuñalado a mi padre. No tenía ni ganas de escapar, abracé mi almohada y comencé a llorar, primero en silencio para que nadie me escuchara, ni siquiera yo, no me lo permitía. Pero fue inevitable, rompí en un llanto que estremeció los cimientos de la casa y casi hizo llorar a las paredes, ellas conocieron esa angustia. De pronto escuché unos pasos y una voz que no reconocí me dijo:

- Veo que te enteraste, vení acá.

Levanté la cabeza para ver quién era, ¿quién podría querer abrazarme después de lo que había hecho? Me limpié los ojos que eran agua y parado en la puerta de mi cuarto estaba él, mi papá. No entendí, y tampoco quise hacerlo, si estaba soñando no me importaba. Me levanté de la cama de un solo movimiento y me sumergí en su abrazo. Gracias a Dios, el me lo devolvía. Seguía sin entender pero la culpa desaparecía. Mis lágrimas empapaban su pecho, el pecho que yo había destrozado con cuatro golpes certeros, pero me olvidé de todo, sólo quería abrazarlo, cómo lo quería, cómo lo quiero. ¡Es mi papá, el mío y de nadie más, el único que quiero!

- Ya sé que la vas a extrañar a tu abuela, pero ya estaba vieja - me dijo.

Él no sabía por qué lloraba y nunca le dije, yo no lloraba la muerte de mi abuela, lloraba la vida de mi padre. Abrazándolo, con los ojos llorosos y como el niño que para él siempre fui y seré, le pedí que me contara una vez más el cuento del Danubio y él, sorprendido pero sin trabas ni preguntas, me lo empezó a contar una vez más. Y así yo comenzaba a remar en mi propio río.

No hay comentarios: