martes, 18 de septiembre de 2007

Pensar en África

El avión sufre un desperfecto y nos desvían a Senegal. Aún en el aire la gente se altera al punto de la histeria y mira para todos lados como preparando un plan de acción. El iluso piensa: “¿Si me tiro sin paracaídas, sobreviviré?” El sabelotodo suspira: “Si algo le pasa al piloto, yo, a este bebé, lo aterrizo de taquito.” Ya el desequilibrado aventura tomar al piloto a punta de pistola (que no tiene) y demandar que “aterrice el avión sin estrellarse o mato a todos los pasajeros y tripulantes”. Ésa es buena, seguro que la montaña contra la que golpeemos le va a dar una mano. Yo respiro y pienso en ella; a treinta mil pies de altura preocuparse cuando no hay posibilidad de ocuparse es un tanto absurdo. Claro que esta lógica también da resultado a nivel del mar pero muchos hacen lo imposible por obviarla para poder hacer sus vidas algo más complicadas y así sufrir un poco más de lo necesario. Sí, es todavía más absurdo que hacerlo a tantos pies de altura. Yo lo sé por experiencia. De joven me compliqué mucho la vida, hasta que un día me desperté y algo en mí dijo basta. Supongo que fui yo pero no me animo a darme el crédito. Recuerdo bajar a desayunar y recibir la eterna pregunta: “¿Cómo estás hoy?” Casi automáticamente salió de mi boca una frase que me cambió la vida. La frase no encierra ninguna poética ni palabras mágicas pero resumió a la perfección lo que hoy me mantiene de pie, yendo para adelante. Al principio intenté registrar ese tono irónico que me caracterizaba, ese refugio del débil, del arrogante panicoso. Pero no, había salido de mi corazón (al parecer todavía tenía uno de éstos) y esto lo confirmé cuando las caras de angustia resplandecieron en sonrisas y alivio. Siempre me dejo llevar por todo lo que me hizo pensar esa frase y me olvido de compartirla, pero hoy no, mi estimado lector, hoy no. La frase fue la siguiente: “Bárbaro, porque estoy vivo”. La pregunta que produjo esta respuesta quedó tan relegada en el relato que la frase deja que desear pero, por usted, las voy a juntar para que vean lo bien quedan juntas:

- ¿Cómo estás hoy?
- Bárbaro, porque estoy vivo.

Miro por la ventana del avión y ya aterrizamos, ni cuenta me di y tampoco pensé en ella. ¿Qué querrá decir esto? Por los parlantes suena la voz del capitán de abordo: “Damas y caballeros, los técnicos aeronautas tardarán unas dos horas en revisar el desperfecto en el motor derecho…” ¡Qué necesidad! Lo último que quiere saber un pasajero de avión es que el desperfecto es en un motor. Seguramente pocos de los pasajeros del avión entiendan la física que mantiene al avión en el aire pero todos saben que a esta física (inexplicable para muchos) la sostiene el motor, aquello que le da movimiento. Por Dios, en estos casos soy partidario de la mentira. Nos podrían decir que se acabó el champagne en primera clase, esto intensificaría nuestra envidia y odio por esa raza elitista pero sería apropiada, toda la ansiedad y el miedo acumulados durante aquel descenso inoportuno se diluirían en odio y bronca. Qué dicha hay en la ignorancia, prefiero ser feliz y no saber a saber y ser miserable.

El reloj marca las 11:11 PM, un horario que me persigue adonde voy, ese número, el once. La gente se revela contra la tripulación y demanda un cambio de aeronave. Ante tal revolución no queda otra solución que acceder. Bajamos a la manga y pido permiso para salir del aeropuerto a fumar un cigarrillo. Una vez afuera del aeropuerto me siento en África, los aeropuertos son tierra de nadie. Enciendo el cigarrillo pero lo apago, prefiero el aroma salvaje de este continente tan misterioso. Me siento en uno de los carros para llevar valijas y contemplo la vista; el aeropuerto está un tanto elevado por lo cual me deja imaginar la llanura que se transforma en selva, siento el impulso de quedarme y dejar todo atrás, entregarme a las raíces pero algo me dice que tengo que volver. Es ella otra vez. Cierro los ojos y suspiro. Miro el reloj y ya es la 1:30 AM, hora de volver al avión. Llego a la cola y la buena gente de primera tiene prioridad para subir, espero que esta vez no se les acabe el espumante. Me quedo al final de la cola; cambiaron la puerta de embarque. Llego al mostrador con mi pasaporte, soy el último. Miro al empleado de la aerolínea y le pregunto:

- Es el mismo avión, ¿no?

No me contesta pero su sonrisa lo delata, la respuesta es obvia. Yo sonrío y le guiño el ojo, qué dicha hay en la ignorancia. Una brisa me acaricia la piel y de vuelta siento aquel aroma salvaje. Ya ni sé quién es ella. Estoy seguro de que éstos no serán mis últimos días en África.

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