La muchedumbre se apelmaza dentro de aquel barsucho, la gente escucha expectante y en silencio. Es extraña la quietud que se siente en un lugar tan repleto de gente donde el sudor, las pisadas y los empujones son la norma. Si uno está al tanto de lo que sucede allí adentro lo entiende a la perfección. En el interior del bar, sentado en una silla, se encuentra un hombre de unos treinta y cinco años, pulcro y bien vestido. Habla gesticulando ampuloso, revoloteando los brazos con gran vigor y sentimiento. Ese señor es conocido como el último viajero. Sus historias atraen gente de todas partes del mundo, ha visto lo que pocos y eso siempre llamó la atención dada su corta edad. Habla de su viaje por África y su encuentro con una feroz manada de leones de los que pudo escapar gracias a su naturaleza sagaz; cuenta cómo ese encuentro le costó un dedo, el índice de la mano de derecha. Para su buena fortuna habría conseguido arrebatarlo del interior de la boca de una feroz leona y un poderoso jefe zulú, con magia sólo conocida en esas partes del mundo, habría logrado restablecer ese dedo en su lugar original. La ceremonia habría durado varias horas, el sol se habría oscurecido por unos minutos. Su viaje a través del Océano Atlántico y su encuentro con orcas asesinas no palidece ante las travesías africanas; jura que sintió cómo los dientes de una orca le rebanaban parte de la cara pero, para su buena fortuna, habría sido sólo su imaginación, una fantasía elaborada en ese exacto momento que le avisaba que tenía pocas chances de escapar y que debía aprovecharlas como si fuesen las últimas, porque en efecto, lo eran. Agradecía eternamente esa alucinación, pues le habría salvado la vida, y también su cara, la cual resplandecía bien afeitada e intacta. Relata cómo se salvaron sus dos piernas gracias a una hermosa mulata que lo habría ayudado a escapar de un destino poco afable, el de ser devorado por hambrientos cocodrilos. Cuenta sus anécdotas con total convicción; pocos dudan de su veracidad pues el viajero las evoca una y otra vez y jamás omite un detalle. La gente, anonadada por los cuentos, sale del barsucho extasiada, sumergida en la grandilocuencia de este ya reconocido viajero.
Yo había llegado al pueblito con ansias de conocerlo y contaba con la fantasía de poder sentarme frente a él aunque fuera un instante, preguntarle algo inteligente y estrechar la mano del célebre viajero. Estuve varios días para poder entrar en el bar, había dormido acostado, parado y sentado: ninguna posición de descanso me era desconocida, las había probado todas. Mis necesidades básicas habían quedado relegadas, mi única prioridad era llegar al interior de ese lugar. Estaba debilitado, mal comido, deshidratado y exhausto. Pero me había propuesto llegar, y lo haría. Nada me podía hacer cambiar de parecer. Varios caían desmayados por la falta de agua pero nadie amagaba ayudarlos, simplemente pasaban por arriba de ellos y tomaban su lugar en la fila; una persona menos se sentía una bendición. A medida que me acercaba a esa puerta de madera podrida y mal pintada empezaba a escuchar la voz estruendosa e imponente del viajero. Entre el murmullo se escuchaban palabras como rugido, fiereza, muerte, heroico. Las ganas de estar dentro del bar se acrecentaban. Se hacía cada vez más patente el peso de aquellos que venían detrás y me podrían llamar mentiroso si digo que yo no empujé. Ya a pocos metros de entrar las piernas no me sostenían, y no puedo decir con certeza que era yo el que me sostenía. El mar de gente había hecho de las fuerzas una sola y nos volvíamos uno ya que nuestro fin era el mismo; mis piernas eran las del otro y las del otro eran las mías, se perdía en la multitud la persona y se convertía en humanidad, pero no por deseo sino por necesidad. Apenas se lograba entrar en el bar el deseo era de apartarse, de encontrar el mejor lugar para escuchar durante diez minutos (a un precio no tan módico) las historias del viajero. Adentro del bar se acrecentaban los empujones y las riñas; relucía el hombre y no el humano. Abatido y sin ganas ni deseos de empujar (no por decisión sino por inhabilidad) me hundí en una de las paredes de barro que sujetaban el precario techo del aposento. Miré a mi alrededor y por un instante vi el salvajismo al que me había sometido. Ya no aguantaba más. Deseé estar en otro lado y mis deseos se hicieron órdenes. Logré enfocar la mirada sobre un pobre y decrépito viejo que se sentaba solo a una mesa y acto seguido caí rendido sobre la tierra, inconsciente.
Desperté sentado a una mesa, mareado y todavía abatido. Atrás se seguía desenvolviendo la escena circense provocada por el último viajero. Me quise incorporar para poder acercarme a él y por lo menos escuchar con más claridad las hazañas. Ya no podría estrechar su mano, estaba muy lejos. Apenas me levanté de la silla una mano suave y liviana me tomó del brazo, era el viejo decrépito. Mi reflejo fue de zafarme pero al ver su mirada me volví a sentar, algo en ella me habló y sin palabras me dijo lo justo para hacer que me quedara. Su ojo, el que no estaba tapado por su pelo, me dijo “No es para ti.” Tal vez haya sido mi imaginación pero yo insisto: su mirada realmente me habló. Me quedé observando un tanto perplejo a este extraño personaje. El viajero empezaba a relatar el cuento sobre la manada de leones y al mismo tiempo el viejo agarraba el vaso de cerveza que reposaba frente a él, al tomarlo noté que le faltaba el dedo índice de la mano derecha, me acercó el vaso y me hizo seña de que bebiera. Bebí. Quedé sorprendido y confundido por lo que estaba presenciando. El viejo sonreía levemente al ver cómo mi cara cambiaba a medida que bebía trago tras trago. Sin darme cuenta me tomé todo el vaso y una vez que llegué a ver mi reflejo en el fondo del mismo sentí que había tomado del codo al pobre viejo. Bajé el vaso un tanto avergonzado pero no había reproche ni enojo en ese ojo, sino serenidad. Con un leve movimiento corrió los pelos que ocultaban su otro ojo que para mi sorpresa no tenía. En su lugar lucía una enorme cicatriz que empezaba en la frente, seguía por el cuello y terminaba vaya a saber dónde, no pude más que pensar en las orcas. Me detuve un segundo y giré para ver al viajero y nada de lo que decía tenía sentido. Me sentí un estúpido y esa estupidez se transformó en furia y enojo al saber al viajero un embustero, lo quería increpar, quería que todos los presentes supieran que era una farsa. Más me sorprendía la pasividad del viejo quien dejaba al falso viajero adueñarse de sus aventuras y viajes, contarlas como propias y tomar como suya una vida que no le pertenecía. Durante unos minutos todas estas emociones me superaron y estuve sometido al sentir sin poder actuar. Al tiempo logré bajar de tal estado frenético; estaba exhausto por mi travesía y ahora se sumaba un cansancio diferente, el de sentir sin límites, al parecer una combinación destructora. Dentro de una indiferencia que de pronto se apoderó de mí lo miré al viejo y le pregunté “¿Por qué?”. Me miró y sonrió, no tenía pensado hablar pero nuevamente no hizo falta. Volteé para ver al viajero que ya no era un viajero, era un mero hablador. El público perdía consistencia y el hablador se movía y decía pero de su boca no salía nada, estaba más muerto que los muertos.
sábado, 22 de septiembre de 2007
El último viajero
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