viernes, 5 de diciembre de 2008

Impermeables

Es sabido que el primer amor es difícil de olvidar, para algunos es incluso imposible. Franco se enteraba de esto aún con el teléfono al oído; del otro lado de la hebra lloraba Clara, sin consuelo. Lloraba porque no entendía.

No había mucho más para decir. Franco escuchaba el lamento de una Clara que por primera vez experimentaba el desasosiego de un corazón roto, tal vez, como en muchos casos, la primera y única porque las relaciones posteriores a ese primer amor, por lo general, son más calculadas, más controladas. Hay ciertos eventos en una vida que no se pueden repetir varias veces, son devastadores y, en consecuencia, se intentan evitar.

Franco escuchó cada una de las palabras que decía Clara. La frase más repetida era “No entiendo nada”. Lo único que tenía en claro era que Franco ya no estaba enamorado de ella y que volver atrás era imposible. Se devanaba en pensamientos buscando una explicación lógica a lo que estaba sucediendo pero pronto de dio cuenta de que nunca la hubo: no la hay y nunca la habrá. Fue un instante de sufrida iluminación que la llevó, entre sollozos, a decir “No me entra en la cabeza que ya no haya nada, así no más, de un momento para otro. No lo entiendo, Franco (hace unos minutos hubiese dicho gordo, o mi amor) pero sí puedo entender que nada hay para hacer al respecto. Supongo que hasta acá llegamos.” Esas últimas palabras, a él, le sonaron conocidas y sabía que ella no se las creía. Ella también lo sabía. Un tímido sí salió de la boca de Franco quién no tenía pensando cortar. Franco sólo esperó. No tardó en llegar el fatídico beso enviado que abre la puerta al determinante chau, que más que una palabra es un sonido que emitimos, un sonido que posee la cualidad del frío y el abrigo, un fin o un principio. A veces ambos. En ese momento relució su cualidad invernal, la fría daga se clavaba hasta el fondo en el ya maltratado corazón de Clara, no por Franco sino por el desamor.

Franco bajó el teléfono y lo apoyo en el piso junto a él. Los ojos se le llenaron de agua, no lo suficiente como para convertirse en lágrimas pero sí lo suficiente como para señalar que el suceso lo había afectado. Se paró y caminó hasta el baño. Llegó hasta ahí sin una razón aparente, antes de advertir lo que estaba haciendo su ropa ya estaba en el piso y su mano izquierda giraba la llave del agua caliente. La ducha siempre lo calmaba, más que el baño de inmersión en el que no aguantaba más de cinco minutos. Abrió la llave del agua fría hasta el lugar justo, luego de años de darse duchas en ese baño no necesitaba tantear el agua antes de meterse. Se metió. El agua caliente se coló entre sus pelos, bajando por todo su cuerpo.

En ese instante se le aclaraban un montón de cosas o, mejor dicho, una cosa. Esa cosa era motivo de eterna confusión. Esa cosa la arrastraba hace años y desde aquel día, el día en el que a le rompieron el corazón.

*

“Hasta acá llegamos” dijo Sofía. Franco sostenía una taza de café vacía y fría. El día soleado parecía un chiste de mal gusto: inoportuno y fuera de lugar. Sofía sacó la billetera de su enorme cartera y de ella cinco pesos. Franco quiso frenarla, pedirle que se quede un rato más o por lo menos ofrecerle pagar el café pero no pudo, se quedó helado sosteniendo la taza. Un frío escalofrío recorrió su espalda y cedió sin voluntad ante la piel de gallina. Sofía tomó su suéter verde, el que le había regalado Franco, y se paró. Con la ingenuidad que lo caracterizaba en ese entonces, Franco había pensado que todo saldría bien porque había traído ese suéter pero al verla irse su inocencia se hizo patente.

No hacía frío pero ella ya sabía la sensación que la esperaba: ya había estado enamorada. Se puso el suéter y se acercó, con cierta distancia, a Franco. Más cerca de lo necesario la llevaría de vuelta a sentarse, tomar a Franco de las manos y besarlo. Ella todavía lo quería. Sofía había aprendido, con dolor, que el amor no existe sin condiciones y por esa simple razón dejaba a Franco, no porque lo había dejado de amar, sino porque no cumplía con ciertas condiciones que con el tiempo los llevarían a separarse de todas maneras. Sofía sólo estaba previniendo una catástrofe aún mayor. No se tomó la molestia de explicárselo, no lo entendería y ya bastante angustiado había quedado como para cargar con algo que sólo agregaría confusión.

Salió del bar. Franco todavía sostenía la taza en la mano, miraba fijo un punto inexistente, un punto que en alguna dimensión era la angustia personificada. Algo desorientada miró para ambos lados antes de decidir una dirección. A la vez se acomodaba el suéter, lo empuñaba a la altura de las clavículas como si de alguna manera apretarlo contra su pecho podría tapar la fuga de profunda tristeza que dejaba escurrir. Pensó en irse a su casa pero la soledad en una casa vacía es una presencia, un ente que nos sigue al cuarto que vayamos, sentimos el frío en la nuca y el vacío en el pecho. Mejor, distraerse.

Estaba cerca de El Ateneo de Santa Fe y Callao y optó por pegarle una visita. Sus primeros pasos en dirección a la librería los hizo pensando en que hoy perdía un poco más de ingenuidad, un poco más de inocencia. Después de todo, es eso lo que hace la pérdida del amor: nos hace cada vez menos permeables, algunos dirían que eso es crecer. Dejamos de lado el ideal y nos encontramos con un mundo más crudo pero más real. La realidad de Sofía era totalmente diferente a la de Franco; en la realidad de Franco el amor era eterno y en el de Sofía no. Esa madurez emocional era la herramienta que le había permitido a Sofía salir de ese bar sin mirar para atrás. Sofía no dejaba en Franco su primer amor, ese ya lo había perdido hace tiempo.

En El Ateneo hizo lo posible por evitar la sección de novelas, en especial las románticas. Se paseó por la sección de ciencias exactas, la de arte y la de niños. Esta última se le hizo pesada, los colores intensos le recordaban el amor en general, no solo el de Franco. Junto al amor siempre la pérdida y se acordó de aquellos que le robaron parte de esa inocencia y picardía que alguna vez fue suya. Recordó que fue el primer amor el gran destructor de su mundo, el gran padre que, con mano dura, nos lanza a un mundo desconocido. Desconocido y feroz.

*

La lluvia torrencial era una persiana que evitaba el paso de la luz. No podía esperar, estaba llegando muy tarde. Salió corriendo hacia el auto que estaba a un par de cuadras. A los pocos pasos sintió las gotas gruesas y pesadas pegar contra su cabeza. Hace mucho que no sentía la lluvia. Se detuvo, y caminando se sacó el impermeable.

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