miércoles, 1 de agosto de 2007

Herida abierta

Frente a ese intenso dolor no hago más que quedarme inmóvil, sufriendo. Sus dientes atraviesan mi carne sin mucha dificultad, ella sabe justo dónde morder. Sus dientes son punzantes como dagas, de punta reluciente, afilados hasta el límite de lo posible. Siento el calor de su garganta en mi cuello desgarrado, siento su odio en las venas que se parten y desangran. Ella no me quiere matar, sólo quiere verme sufrir. Su lengua áspera y felina lame la herida sin ninguna intención de curar, sino todo lo contrario. Arde. Otro mordiscón y sus dientes yacen en lo más profundo de mí ser. Yo permanezco inmóvil. Puedo intentar escapar, pero no lo hago. Más fácil sería defenderme, pero tampoco lo hago. Me dejo morder esa herida vieja que nunca cicatriza. Conozco mi poder y podría derrotarla pero ése no es el juego, además nunca me gustó verla sufrir. Yo apenas muestro los dientes, pero ella sin más ataca la yugular. No para de morder hasta verme derrotado, vencido. La fuerza nada tiene que ver, aquí la fuerza física no hace mella, ni el corazón. Ésta es la parte más perversa del amor: el poder.

Me acostumbré a no verla sufrir y bajo esa ley todavía existo, aún cuando sufro más de lo que disfruto. La empujo hasta el límite y para cuando me doy cuenta del inevitable desenlace ya es tarde, no hay vuelta atrás: preparo el cuello. Como ya dije, ella sabe justo dónde morder, dónde más duele para saberme inmóvil, y no tiene ningún problema en abalanzarse sobre ese punto. Ella es fiel devota de la frase “All is fair in love and war” (todo vale en el amor y la guerra). El amor desata en guerra y la guerra en amor, el círculo vicioso que ha llevado a este mundo de extremo a extremo, de arriba abajo, izquierda a derecha, de muerte a vida, y por supuesto viceversa. Nadie pelea con amor, sólo por amor. Ella se mete entera en una guerra unilateral porque no me defiendo, porque no es lo que quiero. Tampoco hay manera de frenar esa ferocidad desatada en ella, lo he probado y es peor, muerde cada vez más fuerte, aun cuando uno piensa que no es posible. Me debe creer débil, un pobre indefenso. Tengo las armas para combatirla, y si el combate es a muerte estoy seguro de que ganaría, yo también conozco sus puntos débiles y tiene muchos más que yo. ¡En su poder es tan vulnerable! ¡Qué ilusión el poder! Y ella lo cree, porque la dejo. Entonces tiene razón, soy débil, un pobre indefenso. Me dejo dominar y allí me quedo, esto ya no puede ser amor, es perverso.

Se preguntarán por qué no desgarro su cuello, por qué no arremeto contra sus partes blandas, llenas de inseguridad. La respuesta es fácil: la amo. Tampoco me pregunten por qué. Ni siquiera yo lo entiendo. Sólo se entiende lo lógico y no hay nada lógico en el amor, debe ser la falta de lógica la que lo hace tan necesario, tan sublime y a la vez tan devastador. Lo ilógico perdura y es lo que más tortura, y su tintura pinta nuestra vida en colores brillantes y opacos, fuertes y débiles y no nos queda más que dejarlo hacer al amor. Disfrutarlo. Sufrirlo. Vivir. Con sus defectos y horrores, todavía me fascina ese ser tan animal, tan magistral. Salvaje como ella sola, sabe muy bien cómo amar, lo hace con la misma intensidad y pasión con la que pelea, con la que castiga. Su sexo es fuerte y dominante, al igual que el mío, y nada da mayor éxtasis que una batalla carnal que culmina en una pequeña muerte de los dos, en unión y comunión. Su sabiduría es vasta y jamás desgasta. El dolor de sus ataques no es más que un espejo del intenso amor que puede desplegar ese ser. Este sufrir es el precio a pagar por vivir a su lado y yo tampoco soy un ángel; además los ángeles no pueden amar de esta manera porque no tienen maldad. La herida jamás deja de sangrar, gota por gota desangra. A ella el olor de la sangre la mantiene cerca, siempre en vilo. El día que cicatrice habré dejado de amarla.

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