Y le pegó una pitada a un cigarrillo que no era suyo. Tal vez para ir en contra de ella, para tener ese gusto amargo y seco en la boca que a ella tanto le molesta. Tal vez sólo quería esa seca y punto. Se sentó en los escalones de una iglesia elevada, pudo fijar la vista en el horizonte, en un más allá que proyecta la esperanza y que promete que a la larga, no hoy ni mañana pero en algún momento, va a estar todo bien. Un tiempo en el que todo se resuelve sin esfuerzo.
Así y por apenas un instante respiró profundo. Con un suspiro largo como algunas vidas se irguió y caminó paso a paso por una calle llena de gente. En su cabeza no hacía más que desnudarse ante su desgracia y entre tanto pensamiento la gente desaparecía y quedaba él solo con ella, tan distante pero siempre tan cerca, tan presente. Descubrió que la pena es víctima de la gravedad y que el penado sufre su carga con pies pesados y un tiempo lento de minutos largos y segundos eternos.
Así y por apenas un instante respiró profundo. Con un suspiro largo como algunas vidas se irguió y caminó paso a paso por una calle llena de gente. En su cabeza no hacía más que desnudarse ante su desgracia y entre tanto pensamiento la gente desaparecía y quedaba él solo con ella, tan distante pero siempre tan cerca, tan presente. Descubrió que la pena es víctima de la gravedad y que el penado sufre su carga con pies pesados y un tiempo lento de minutos largos y segundos eternos.
*
Caminaba lánguida y relajada, como era su costumbre. Chocaba con la gente como si caminara con los ojos vendados pero no era más que un dulce despiste que la hacía liviana y un tanto torpe. Desprendida y sin norte llegaba a esa calle que había caminado demasiadas veces. Muchas veces se convencía de que era la primera vez, muchas veces visitaba una catedral elevada y juraba nunca antes haber entrado. Muchas veces, más de las que debería, soñó con visitar una calle diferente, una catedral lejana. Pero sólo era un sueño.
Anclada por su ceguera y su poca entereza deambulaba un mismo camino no queriendo abrir los ojos, eligiendo esa misma calle, esa misma catedral, esos mismos pasos que tanto detestaba para luego intentar olvidarlos una vez más.
Anclada por su ceguera y su poca entereza deambulaba un mismo camino no queriendo abrir los ojos, eligiendo esa misma calle, esa misma catedral, esos mismos pasos que tanto detestaba para luego intentar olvidarlos una vez más.
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Se lamentaba por el precio del tomate, todo estaba más caro. Tuvo que resignarse a la idea de prepararle su famosa salsa a su nieto, tendría que conformarse con un poco de aceite o un poco de manteca. Su corazón se encogió un poquito. Aún con la vista clavada en los tomates escuchó las gomas de un auto chillar y luego sintió el golpe. Giró y sobre el asfalto yacía una mujer tumbada. Hasta ella corrió un hombre que al arrodillarse arrojaba un cigarrillo. La tomó en sus brazos y con una mano le corrió el pelo de la cara. Algo indescifrable esbozaron los labios del hombre, la mujer sonrió. El dueño del almacén se acercó al accidente.
Tomó un tomate y en silencio se perdió en la multitud.
Tomó un tomate y en silencio se perdió en la multitud.
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